En ese mismo edificio, en la planta baja, dentro de un mes y
pico, hará 48 años que nací ahí.
Para ilustrar la imagen, podría poner el poema de Serrat “Mi
niñez”. Y podéis creer que el 95% del texto
es tal cual mi niñez. Pero voy a intentar escribir algo de mi cosecha,
que seguro será de peor calidad, pero con mucho corazón.
Allí viví hasta los 18; toda una vida y más. Pero será en la
infancia, hasta eso de los 10 años, donde guardo los mejores y añorados recuerdos.
Cuando ese vano no estaba tapiado, existía una puerta, que
llamábamos “la puerta de cristales”. Era la puerta en la que desde muy pequeño,
cuando oía el repiquetear de la lluvia en el tejado de uralita de la cocina que
había en el patio interior, me asomaba a
vislumbrar los caminos caprichosos que formaban las gotas de agua. Me quedaba
horas hasta que la tormenta pasara. Y como los ríos del cristal se iban
quedando secos; con el dedo lo martilleaba para que las aguas dispersas se
unieran y siguieran su camino hacia su desaparición en el marco de madera.
Mi madre me contaba que una vez hubo una tormenta tan grande,
que se produjo una inundación, y que por esa misma calle que miraba, el nivel
subió casi un metro.
Daba igual que hiciera frio en aquellos momentos; en casa
disponíamos de una estufa Butatén. Incluso los reyes, un año me dejaron un
batín y un paraguas. ¡Un batín y un paraguas!. La verdad, no se en que estarían
pensando, porque yo claramente había pedido un cinexin y una bici. Mi madre
decía que los reyes son muy sabios y que traen sobre todo cosas necesarias…
Si de esa puerta iba recto al borde de la acera, con cinco
grandes saltos de un niño de siete años, llegaba a la otra parte de la calle.
Aquel sitio era cuasisagrado, por lo menos por mí, reverenciado. Si alzaba los
ojos se veía el rótulo de “Cine Majestic”, subrayado con carteles de películas
pintados a mano, que luego en Pascua servían para hacer cachirulos.
Solamente con asomar la nariz por la puerta de entrada,
Fermín, el que partía las entradas, me decía: “adelante chaval”. ¡Eso significaba una tarde
de sesión doble!, de spaguetti wester, de chinos karatecas con Bruce Lee, o de
cosas bizarras como: La Masa y Superman se citan en Tokio.
Si era verano, las puertas de emergencia estaban abiertas,
pues no existía el aire acondicionado. Únicamente quedaba separada la sala de
proyección de la calle, por una cortina muy gruesa. Y mi madre, hacia las siete
y media de la tarde más o menos, entraba por esa cortina, me buscaba y me daba
una botella de medio litro de gaseosa “El Siglo”, medio pan de cuarto con filetes
de carne de caballo, tortilla francesa, un plátano y un beso.
Ahora, ya pertrechado, podía dejarme llevar por la fantasía
de que algún día yo también haría una película y la pondrían en ese cine. Pero
claro, si los reyes se empeñaban en no regalarme el cinexin, no iba a poder
ser.
Leo tu entrada -grande- y pienso en la versión literaria de un contraplano.
ResponderEliminarRodolfo, recojo tu propuesta y para la próxima entrada intento que la cámara gire 180º y mostraos el otro lado.
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