miércoles, 5 de junio de 2013

De viaje por la infancia

Ya comenté en una vieja entrada que el pasado era un país extranjero, que funcionaba bajo distintos presupuestos a los del que lo visita. No hace mucho tuve una visión alternativa de este fenómeno durante un pequeño viaje en bici que, al coincidir con la Semana Santa, no sólo me llevó a otros lugares sino que me hizo visitar, como turista, mi propia infancia.

Y es que no hay modo más preciso de describir el impacto de verme envuelto, tres días consecutivos, en las procesiones de Semana Santa de tres poblaciones de diferente tamaño tras llevar más de tres décadas -desde que era un niño- sin asistir a ninguna de ellas ¿Cómo no calificar de impactante ver a medio pueblo disfrazado, pues disfraz es el vestido de nazareno para quien el descreimiento y la distancia han desnudado al hecho religioso de toda su trascendencia? Ver al conjunto de autoridades cerrando las procesiones, tal y como han debido de hacer durante siglos, le retrotrae a uno a tiempos menos masificados y más directos.


Reconozco que había perdido totalmente la conciencia de la repercusión popular de estos eventos, que parecen mover a toda la población pese a que se centran en un asunto que a su mayoría, en realidad, ya ni les va ni les viene. Tengo que confesar que sí vi gente poco involucrada: un grupo de chiquillos inmigrantes (un magrebí, un sudamericano y dos rubios del Este) que se pasaron dos horas de procesión riéndose de todo el mundo y haciendo alguna que otra maldad, prueba quizás de que en este tipo de manifestaciones hay que estar dentro para que realmente funcionen. Para la Iglesia, indudablemente, es una de las pocas formas que le van quedando para socializar e imbricarse en la vida de la población.


Como toda manifestación artística de alto impacto, y una procesión no deja de tener algo de teatro callejero, la música tiene una importancia capital y en dos o tres pasos llegó a hacerme conectar con ellos y sentir un punto intenso de emoción. Cada uno lleva su banda, tan importantes aún en los pueblos, y con mucha gente joven entre sus componentes, cuyo único contacto con la música sería probablemente en otras circunstancias la última banalidad de Justin Bieber o Rihanna.

Como casi siempre ocurre cuando nos cruzamos con la religión, hubo también espacio para las sombras. Al aparecer las personas mayores descalzas -no observé a ningún joven en ese trance- incluso sin calcetines sobre un asfalto húmedo y helado, comprobé que las promesas siguen aún vigentes, fieles al eterno gusto de la Iglesia católica por el castigo físico, la penitencia y la compra de favores divinos mediante el sacrificio y el dolor. Es esa obsesión en contra de la alegría, la belleza y el placer, y a favor de la oscuridad, el sufrimiento y la sangre, un mecanismo evidente para vendernos esa vida eterna que sólo ellos pueden proporcionarnos, tan evidente que sorprende que aún funcione.