Cuando colgué el teléfono me di cuenta que no
te lo había contado todo.
Ya te dije que me preocupa cómo tengo que
proceder con él, ¿entiendes?.
Quiero acompañarle. Cuando estamos juntos,
hablamos. Antes era yo el que no paraba de hablar, así él no tenía que
esforzarse en encontrar la siguiente palabra, me miraba callado, casi siempre
con una sonrisa en los labios. Cuando era él el que hablaba, se sentía mal
viendo que no era capaz de terminar una frase, de no poder contarme el último
matiz de la historia que tuviera en la cabeza. Ya no, ahora le dejo hablar, ya
no se para a buscar, las palabras brotan fluidamente de sus labios, aunque no
de su mente. A ratos se da cuenta que lo que está diciendo carece de sentido y
calla. Me gustaría contarle que no importa, pero no estoy seguro de si me
entendería y decido no arriesgarme. Sus pensamientos van y vienen a un ritmo
extraño… ¡Ay! qué difícil es esto.
Si, ya lo sé, pero no puedo evitar sentirme
culpable. Hay momentos -esos momentos anodinos- en los que me acuerdo
especialmente, y quiero ir, dejar lo que esté haciendo y estar con él, porque
nos queda poco tiempo juntos, eso lo sabemos tu y yo. Él también lo sabe.
Voy llorándole poco a poco y así espero que
cuando se vaya duela menos. Cada vez soy más consciente que ya se ha ido una
parte de él, es una vela que se está apagando. A fuerza de entristecerme, ya no
intento recordar cómo fue. Tendré que conformarme con esa chispa de luz en la
mirada, con ese requiebro de entendimiento fugaz, con el laberinto imposible de
su demencia senil descifrado por un instante.
Gracias por ayudarme con mi padre, amigo.